Sombras en el Guadiana
El rio Guadiana se arrastra perezosamente entre las suaves colinas onduladas, reptando como una gran serpiente entre pueblos dormidos. Unas veces hacia el mar, otras hacia el interior, siempre acompañando las mareas oceánicas. A primera vista, parece un río cualquiera, pero quienes han vivido a lo largo de sus orillas saben que sus aguas están llenas de secretos.

Fuente: Alcoutimlivre.blogspot.com
Durante la década de 1940, cuando la pobreza y la guerra apretaban su dominio, el Guadiana era más que una frontera: se convirtió en una ruta de escape, un puente entre la necesidad y la supervivencia.
Sanlúcar de Guadiana, en Huelva, y Alcoutim, en el Algarve portugués, se miraban de frente. Los separaban apenas un espejo de ciento cincuenta metros de agua. De día, los pescadores lanzaban sus redes y los niños corrían por los muelles. De noche, se deslizaban sombras que llevaban café, tabaco, azúcar… y a veces, cosas mucho más peligrosas.
El comienzo
Marcos tenía diecisiete años cuando cruzó por primera vez el río con un saco de café atado al pecho. Su padre había muerto en la Guerra Civil, y su madre cosía para sobrevivir en Sanlúcar. De niño, era endeble, con las rodillas siempre llenas de mataduras. Su madre decía que se caía porque comía poco. Seguramente tenía razón, porque cuando aprendió a robar huevos en corrales ajenos y fruta en las huertas de los señoritos, dejó de caerse y empezó a crecer. Ahora era un chaval fornido, de más de un metro setenta, con hombros anchos y piernas macizas.
Pelirrojo, pecoso y de ojos azules, su madre aseguraba que eso era lo único que había heredado de su padre. Nunca lo conoció bien: el hombre fue reclutado para la guerra cuando él tenía siete años y nunca volvió. De su carácter, no sabía si había heredado algo, pero de lo que sí estaba seguro era de que no le había dejado nada material, más allá de la gorra con la que se cubría la cabeza
Vestía siempre con un mono gris raído sobre una camisa amarillenta que un día fue blanca, sin cuello, de finas rayas ocres desdibujadas por mil lavados. Lo acompañaba su amigo Joao, que vivía en Alcoutim.
Joao era dos años mayor y, como Marcos, había vivido una infancia difícil, preñada de estrecheces y privaciones, cuando no de auténtica hambruna. Ahora era un incipiente padre de familia, tras haber dejado embarazada a una muchacha de una freguesia cercana. Se casó con ella, so pena de vérselas con la escopeta de dos cañones del padre.
Joao llevaba ya un año traficando café. El café portugués se vendía bien en los bares de Huelva, y no paraba de insistirle a Marcos para que se sumara como porteador. El cruce, en teoría, era sencillo: esperar a que bajara la niebla, deslizarse entre cañas y juncos, remar en silencio en un bote de madera sin nombre, y burlar primero a la Guardia Nacional Republicana portuguesa y luego a la Guardia Civil española. Cada noche era una ruleta rusa, pero el premio era jugoso para los bolsillos vacíos de los pobres.
La red
Después de aquel primer cruce vinieron muchos más. Marcos demostró habilidad y, con el tiempo, dejó de ser solo un porteador. Aprendió los códigos, los silbidos, las señales con linternas. Se convirtió en parte de una banda transfronteriza que manejaba la red desde Ayamonte y Vila Real de Santo António, río arriba, hasta Pomarão, donde el Guadiana dejaba de ser frontera.
Ascendió en la organización, aunque aún debía rendir cuentas a los que estaban por encima. Superó a Joao en el escalafón, pero siguieron siendo amigos. Muchas veces, después de vender el café, gastaban juntos parte de sus ganancias en bares y prostíbulos de Huelva.
Los líderes eran hombres duros, criados en la frontera, endurecidos por la miseria. Algunos eran exsoldados; otros, contrabandistas de toda la vida. El jefe de la banda se hacía llamar “El Portugués”, aunque nadie conocía su verdadero nombre. Los portugueses no solo transportaban café: en sus barcos también llevaban armas, medicamentos y, más tarde, hachís. La desembocadura del Guadiana era ideal: imposible de vigilar, con muchas entradas y pueblos que preferían no saber.
La traición
Corría el año 1948 cuando Joao le dijo a Marcos que El Portugués les había encomendado un trabajo especial.
Era una noche otoñal. Tenían que llevar un paquete sellado desde Alcoutim hasta una casa desierta en mitad del campo, en Sanlúcar. Les advirtieron que no debían abrirlo ni hacer preguntas. Pero la curiosidad pudo más. A mitad de camino, abrieron el paquete. Dentro había documentos, mapas y una lista de nombres. Eran papeles de inteligencia militar.
Marcos comprendió que no estaban simplemente contrabandeando cosas, sino secretos.
Justo cuando estaban llegando a la casa, al volver un recodo rocoso, los esperaba la Guardia Civil.
Marcos tiró de la pistola que llevaba a la espalda, en la cintura del pantalón, y corrió campo a través mientras disparaba. Las balas de sus perseguidores le rozaban a izquierda y derecha. Joao, desarmado, se entregó sin oponer resistencia.
Nunca perdió el paquete aquella noche. Lo escondió en una cueva junto al río y desapareció durante varios días. Cuando regresó, lo hizo por el lado portugués. Se encontró con un porteador que le puso al tanto de la situación: Joao estaba detenido por la Guardia Civil y, al parecer, lo habían torturado. Nadie sabía si había hablado. Por otra parte, El Portugués preguntaba por él y quería verlo.
Si el jefe quería verlo, iría en su busca.
Lo encontró en una casa de labranza donde se habían visto en otras ocasiones. El Portugués lo recibió sentado tras una mesa medio desvencijada, sobre la cual tenía atravesada una escopeta. Uno de los hombres que lo acompañaban estaba de pie a su espalda, empuñando el arma con ambas manos. Uno de sus dedos acariciaba el gatillo. Otro, que esperaba detrás de la puerta, pistola en mano, lo cacheó y lo desarmó.
—¿Qué pasó con el paquete? —fue el saludo del Portugués.
—¿Qué cojones hicisteis con él? —volvió a preguntar levantando la voz antes de que Marcos pudiera responder.
La cara de pocos amigos del jefe puso a Marcos en guardia.
—Lo escondí en la cueva del recodo de Huerta Torre. La Guardia Civil nos estaba esperando —respondió, y añadió—: Alguien nos traicionó…
—Ya. ¿Y a ti te dejaron escapar? ¿No será que el traidor eres tú? —cortó el jefe.
Marcos estaba en tensión. Calculaba a qué distancia estaba el hombre que tenía a su espalda. Por las dimensiones de la estancia, no debía estar a más de un metro.
No tuvo tiempo de responder. No hubo más palabras. Solo fue una mirada.
Oyó cómo el que estaba a su espalda amartillaba el arma. Sin pensarlo, se giró con el puño cerrado y lo golpeó con fuerza en la oreja derecha. El asesino, que no lo esperaba, trastabilló justo cuando el que estaba detrás del Portugués levantó la escopeta y descerrajó un tiro que atravesó el hombro de Marcos e impactó en la cara del bandido. A pesar de la quemazón que sentía, Marcos lo asió por las solapas de la chaqueta y lo empujó con todas sus fuerzas contra la mesa.
El empujón hizo que el hombre cayera sobre la madera destartalada, que se hizo añicos, golpeando al jefe y haciéndolo retroceder. El guardaespaldas volvió a disparar, fallando por muy poco.
Marcos aprovechó el instante de desconcierto para salir de la casa y huir corriendo como un poseso en dirección al río, mientras oía un par de disparos más a su espalda.
Se lanzó al agua helada y dejó que la corriente se lo llevara, sintiendo alivio en la herida que aun manaba sangre. Sobrevivió, pero comprendió que su tiempo en el cartel había terminado.
El exilio
Vivió de incógnito en una granja abandonada en el lado portugués durante un año. Algunos vecinos le llevaban pan y leche, sin hacer preguntas. El río seguía corriendo, y el contrabando tampoco terminó. Marcos se mantenía al margen, observando los barcos llegar y partir cada noche. Las caras cambiaban, pero el negocio seguía igual.
Un día, simplemente decidió regresar. No como contrabandista. Había reflexionado mucho, pensado en su madre, sin saber qué habría sido de ella. Se entregó a la Guardia Nacional Republicana Portuguesa y les dio todo lo que sabía: nombres, rutas, casas seguras. Creía que lo protegerían. Se equivocó.
Ajustando cuentas
La red era incluso más profunda de lo que imaginaba. Algunos agentes estaban
comprados. Otros simplemente tenían miedo. A Marcos lo acusaron de “llevar a cabo actividades ilegales” y fue encarcelado seis años en Faro.
Para cuando fue liberado, el mundo había cambiado. El contrabando continuaba, pero las caras eran nuevas. El Portugués había desaparecido. Algunos decían que fue asesinado en una redada. Otros aseguraban que vivía en Brasil.
Marcos regresó a Sanlúcar con veintiocho años. Su madre había muerto el año anterior de una pulmonía. Le dijeron que hasta el último momento preguntó por él, pues, aunque hacía años que no tenía noticias suyas, decía estar segura de que estaba vivo. Una madre siente la muerte de su hijo y ella no la había sentido. En la cárcel, en esa época, no había posibilidad de mandar una carta a otro país, así que nunca pudo decirle donde y como estaba.
La noticia de la muerte le desgarró el alma. Hubiera querido estar con ella en sus últimos momentos, pues cada uno de ellos solo tenía al otro en este mundo. Fue hasta el cementerio y puso unas flores en el nicho, recién arrancadas en el camino, mientras hacía esfuerzos para contener las lágrimas que pugnaban por salir de sus ojos y correr por las pecosas mejillas.
Trabajó aquí y allá hasta conseguir ahorrar un poco de dinero, con el que abrió una pequeña taberna junto al muelle. En las paredes colgaban fotos antiguas del río, de barcos y de rostros que ya no estaban. El de su madre presidia la pared del fondo del local, sobre una estantería fabricada artesanalmente por el mismo con troncos de eucaliptos y cañas arrancadas de las orillas del rio.
Nunca volvería a cruzar el Guadiana por la noche. Y cada vez que la niebla bajaba, salía a su veranda y miraba el agua, pensando en esos años cuando el río lo era todo: su vida, su enemigo, su única oportunidad.
El legado
Décadas después, el Festival del Contrabando ha convertido aquellas vivencias turistas y visitantes de otros lugares se visten, cruzan un puente flotante y conmemoran la memoria de los contrabandistas.
Sin embargo, nadie repara entonces en un anciano de noventa y cuatro años, al que, cuando la música de un acordeón y el olor a café envuelven el ambiente festivo del pueblo, se le humedecen los ojos mirando absorto la corriente, en su inexorable devenir arriba y abajo.
Nadie conoce su historia completa, que ha pasado a ser una leyenda popular flotando sobre las aguas. El Guadiana sigue allí, irremplazable con el tiempo, viendo secretos y traiciones al ritmo de sus mareas. Y aunque el contrabando ha adoptado una nueva forma, el río continúa siendo el mudo testigo de las idas y venidas de los hombres.
Jose Antonio Martin
Sanlúcar de Guadiana, septiembre 2025

