La Vieja Casa Colorá

Jamás había visto el rostro fantasmal en la ventana. Me avergonzaba admitir que ni siquiera había oído hablar de la mujer que miraba hacia la A43 en Northamptonshire. Lo cual, para un agente de policía en servicio, era una omisión imperdonable por partida doble.

Debía de haber pasado en coche miles de veces delante del pub en mi camino al trabajo y, sin embargo, hasta hace poco, la historia me había pasado desapercibida. Fue al leer un artículo en línea sobre antiguos pubs que habían desaparecido cuando la descubrí.

La taberna La Vieja Casa Colorá había estado en el cruce de Hannington de la A43 desde que cualquiera pudiera recordar. A medio camino entre las localidades de Kettering y Northampton, siempre había sido un lugar de reposo para el viajero cansado. Empecé mi trayecto diario en 1990, cuando ascendí a sargento, y durante los veinte años siguientes pasaba de largo sin apenas mirarlo.

Eso no quiere decir que nunca hubiese puesto un pie en él. Ocasionalmente, tras un turno especialmente duro, quienes compartíamos el mismo camino nos deteníamos para disfrutar un par de pintas de cerveza antes de regresar a casa. Aunque, “disfrutar” quizá no sea la palabra adecuada. El pub estaba limpio y, a simple vista, era la típica taberna campestre y acogedora en pleno corazón de los shires. Excepto que no era nada acogedora. Incluso en una tarde de verano, al entrar siempre había un frescor extraño en el aire. Nada a lo que pudiera poner nombre. Solo una sensación inquietante.

Con el tiempo, se convirtió en víctima de la reticencia de la gente a infringir las leyes contra conducir bajo los efectos del alcohol y, poco a poco, su clientela menguó hasta hacerlo inviable. El final llegó cuando, como último intento, se rebautizó como Henry’s of Hannington, un pub temático moderno. La pintura de su chillón cartel duró más que aquella empresa mal concebida. Hasta eso acabó deslucido cuando el local cerró y se cubrieron puertas y ventanas con planchas de seguridad.

El segundo piso permaneció como siempre había estado: oscuro y sin cortinas. Como dos ojos. Y fue entonces cuando comenzaron las historias sobre el rostro en la ventana superior. Al indagar en la historia del lugar, me volví casi adicto. La leyenda decía que una antigua casera, amenazada con el desahucio, había jurado que jamás abandonaría el sitio bajo ninguna circunstancia. Murió misteriosamente en una de las habitaciones del segundo piso antes de que los alguaciles pudieran cumplir su cometido.

Para mi asombro, encontré multitud de relatos de apariciones, fenómenos inexplicables y zonas heladas que habían sido presenciadas a lo largo de los años. El frío poco acogedor, de repente, tenía todo el sentido. Cuanto más investigaba sobre aquel cruce, más pruebas hallaba de personas desafortunadas que habían muerto en ese punto negro de accidentes y que estaban lejos de descansar en paz.

Pero la visión principal era siempre la de la anciana. La gasolinera frente al pub proporcionaba testigos: automovilistas que aseguraban haber visto el espectro de rostro ceniciento observándolos mientras repostaban, solo para desvanecerse al instante. Y yo me obsesioné. Cualquier excusa para conducir hasta Northampton me daba la oportunidad de reducir la velocidad al pasar.

Pasé a hacer viajes expresamente para conducir arriba y abajo frente al viejo pub. Incluso me detenía y esperaba a que no hubiese tráfico detrás para poder avanzar a paso de tortuga mientras miraba con esperanza. Nunca veía nada. Casi había desistido. Hasta aquella tarde de septiembre.

Como de costumbre, había inventado una excusa para mi trayecto. El sol poniente proyectaba largas sombras de los árboles sobre la carretera cuando me acerqué al pub.

Un solo coche delante. Nada detrás durante kilómetros. Puedo tomarme mi tiempo.

¿Pero en qué ventana? No podía mirar ambas a la vez. Me decidí por la de la derecha. A no más de 15 km/h, allí estaba. Había esperado tanto que casi resultó inesperado. Su rostro era mortecino, como una fotografía en blanco y negro viviente. El cabello blanco recogido hacia atrás y los ojos hundidos, oscuros y sin alma, fijos únicamente en mí. Era casi imposible apartar la mirada, sobre todo tras haber aguardado tanto este momento.

Algo — quizá el instinto de supervivencia — me hizo mirar de nuevo a la carretera en el último segundo. El coche de delante estaba detenido en el centro del cruce, esperando girar a la derecha. Frené en seco y me lancé hacia el arcén. El corazón me latía con fuerza. De no haber conducido tan despacio a propósito, me habría empotrado contra él, y probablemente estaría muerto.

***

Conduje un poco más y me detuve en una entrada. Cuando mi pulso volvió al nivel de un ser humano normal, tuve tiempo de recomponerme. Hay pocas veces en la vida en las que uno se da cuenta de la insensatez de sus actos que podrían haber acabado fácilmente en otra columna trágica del periódico local.

Pensé en abofetearme como castigo, pero sabía que ya había aprendido la lección. La había visto. La obsesión había terminado. Era hora de tomar deliberadamente otra ruta hacia Northampton. Pero primero, volver a casa.

Di la vuelta con el coche y emprendí el regreso, resuelto a no apartar la vista de la carretera bajo ningún concepto. Y, sin embargo, al acercarme al pub abandonado, mi coche decidió lo contrario. Primero una pérdida de potencia, luego tosidos y estertores dignos de un enfermo crónico, hasta morir del todo, dejándome rodar sin fuerza hasta detenerme en lo que quedaba del aparcamiento delantero del viejo pub.

Increíble. Hice lo que hace la mayoría de los hombres: levanté el capó y toqueteé cables como si, milagrosamente, el motor fuera a resucitar. Y, como todo hombre en esas circunstancias, acabé rindiéndome y llamando a la grúa.

Sabía por experiencia que la cobertura era mala en el cruce de Hannington, pero casi podía sentir que alguien observaba mis esfuerzos inútiles. Alguien… o algo. Fue entonces cuando oí su voz.

“¿Se encuentra bien, caballero? ¿Necesita ayuda?”

Me giré y, para mi alivio, no era un espectro mortecino, sino una joven de unos veinte años. Vestía con un estilo extravagante, de aire gótico, aunque sin el delineador oscuro característico. “No consigo señal para llamar a la grúa —le dije.”

“Sí, aquí es una porquería, pero en el sitio donde estamos nosotros se pilla algo major,” respondió, señalando hacia unos árboles y matorrales más allá de los límites del pub. “Venga, ¿le apetece una taza de té mientras espera?”

La seguí, y a pesar de ser mayor que ella como para ser su padre, no pude evitar sentirme atraído. “No sabía que hubiese casas aquí.”

“Solo esta. Mi hermano y yo la encontramos haciendo urbex en el viejo pub.”

“¿Perdón? ¿Urbex?”

“Exploración urbana, explicó. Nos metemos en edificios abandonados, sacamos fotos y las compartimos en grupos de aficionados.”

“¿No es ilegal?”

“No si no forzamos la entrada. ¡Mierda! ¿No será usted policía?”

Mentí. Habían pasado años desde que había dejado el uniforme para entrar en la brigada. “Dios, no.”

“Menos mal, porque hemos robado un montón de cosas del pub viejo para hacer la casita lo más acogedora posible.”

La casa era apenas visible tras los árboles y el seto, pero en su día había sido una pequeña cabaña de labranza. Ella empujó la puerta desvencijada y gritó dentro: “¡Sam! Solo soy yo. He traído a alguien que necesitaba té y cobertura.”

Oí un ruido arriba, como de algo arrastrándose por el suelo.

“No se preocupe por mi hermano. Es un poco raro. Tiene problemas terribles de espalda y pasa mucho tiempo tumbado. Nada personal.”

Ella encendió un pequeño fogón de hierro fundido con trozos de madera recuperada y puso a hervir un cazo de agua. “Cuando se ocupa una casa hay que ser creativo. Por suerte, aquí al lado hay mucho material.”

Observé la cabaña: cómoda, con esfuerzo por hacerla hogareña. “Perdone, no le he preguntado su nombre.”

“Sarah. No tengo azúcar, lo siento. La hemos gastado toda, y el encargado de la gasolinera nos tiene manía porque, según él, han desaparecido cosas.”

“No pasa nada. No tomo azúcar. ¿Y no le da miedo entrar en el viejo pub?”

Ella se rió a carcajadas. “¡No me diga que cree en lo de la cara en la ventana!”

Yo reí, aunque con poca convicción.

Ella dejó su taza de golpe. “Usted la ha visto, ¿verdad?”

Dudé. “Vi algo. Nada más. Puede que fuera un reflejo… ¡Anda! Tengo cobertura. Tenía razón.”

Durante los siguientes diez minutos me peleé con la compañía de seguros para que aceptaran enviar la grúa. Mientras tanto, observé detalles de la casa que antes no había notado: cortinas, floreros, un cubo de carbón, una tetera de cobre. Incluso el atuendo de Sarah parecía menos moderno y más auténticamente victoriano.

“¿Cuánto tiempo llevan aquí usted y su hermano?” pregunté.

“Uy, ya parece una eternidad,” respondió tranquila.

El ruido de arriba se intensificó. El colmo fue cuando acerqué la taza a mis labios. No era una taza. Era una taza de porcelana fina.

Me levanté. “Creo que ya he abusado bastante de su hospitalidad.”

Ella sonrió. “La grúa no tardará. Iré con usted a esperar.”

***

Al rodear los árboles, vi con asombro que mi coche había desaparecido. Corrí a la carretera, miré en la gasolinera y en ambos sentidos. Nada. Volví con Sarah.

“No pueden haber llegado tan rápido. ¿Por qué se lo llevarían sin más?”

“Pero si les dijo dónde llevarlo. Yo lo escuché. Dijo que se buscaría la vida para volver.”

Sabía que no lo había dicho. ¿Por qué mentía? Dudé de mi propia cordura.

Ella, con gesto compasivo, me tocó el hombro. “Vuelva dentro. Otra taza de té. No tardará.”

Un miedo primitivo me recorrió. “¿Qué no tardará?”

Ella miró por encima de mi hombro. “Quizá ya no haya tiempo para otro té.”

Entonces vi el reflejo de las luces azules en la fachada del pub. Me giré: había un grave accidente de tráfico en el cruce. Varias patrullas, una ambulancia, un camión de bomberos. Todo era caos de hierros retorcidos.

Sarah habló muy cerca, casi dentro de mi cabeza. “Es un cruce terrible. Si Samuel hubiera tenido más cuidado, no le habrían machacado la espalda las ruedas del camión.”

La miré horrorizado, pero ya no estaba. Tampoco la cabaña.

Corrí hacia los agentes. El caos era absoluto. Me acerqué a uno de ellos. “¿Qué ha pasado?”

Él me miró con cansancio. “Apártese, señor. Tenemos trabajo.”

“Solo quería saber qué ocurrió.”

“Según un testigo, el conductor iba mirando hacia el pub y se cruzó en la trayectoria de un camión. No tuvo ninguna posibilidad. Ese no es un comentario oficial si eres prensa local”.

“Tranquilo,” dije. “Soy del cuerpo, como usted.”

Cuando lo iba a dejar, me fijé en su uniforme. “No sabía que habían vuelto a las camisas azules. Pensaba que ahora eran blancas.”

Me miró incrédulo. “Si fuera policía, sabría que solo los inspectores llevan blancas. ¿Seguro que no es prensa?”

“Pero hace años que cambiaron a todos a camisas blancas,” dije.

Arqueó una ceja y me miró con desdén, y solo entonces me di cuenta de que llevaba un uniforme viejo, y los coches también parecían de otra época. Miré el vehículo destrozado: un Vauxhall Cavalier de 1980. La matrícula, arrancada por el impacto, una matrícula que podía recitar sin pensar.

En ese instante, el pub volvió a estar vivo: cálido, lleno de gente riendo y bebiendo. En la puerta estaba la anciana, con una sonrisa acogedora, haciéndome señas. Supe que había llegado mi hora.

KR Davis