Desde El Muelle de Sanlúcar

Domingo Pérez Díaz
Octubre, 2025

Desde la vieja grúa del muelle de Sanlúcar, no hace muchos años, se divisaba en el pueblo vecino de Alcoutim, junto a su puerto, un prominente y frondoso árbol. Su altura se aproximaba a los treinta metros. Su tronco era recto, color marrón grisáceo y de textura escamosa y agrietada. Sobre su estirado tronco se disponían varios pisos de ramas en posición horizontal, que formaban una copa piramidal de color verde azulado.

El viejo árbol era una escultura natural admirada por los habitantes de las dos orillas del Guadiana y por todos aquellos que se desplazaban por el río hasta estas latitudes.

El hermoso árbol era central en todas las festividades que había en el vecino pueblo: era adornado como árbol de navidad en el frío diciembre, servía de punto de encuentro en su feria de septiembre… Durante el verano daba sombra a un raído banco de madera, donde los ancianos del lugar contaban viejas historias y se informaban de lo que ocurría en el mundo escuchando un viejo transistor. El gran árbol era centro y símbolo de la vecina localidad.

El árbol fue testigo de los grandes acontecimientos históricos que afectaron a la vecina Alcoutim: la caída de los últimos reyes portugueses a principios del siglo XX, los barcos cargados de mineral que se dirigían a los grandes puertos de Europa en la primera mitad del siglo XX, la guerra colonial de los años 60, la Revolución de los Claveles de 1974, el contrabando establecido entre las dos orillas del Guadiana hasta la adhesión de los dos países en 1986 a la Unión Europea…

Pero sobre todo fue testigo de los encuentros entre los habitantes de las dos orillas, de los partidos de furbito del verano, de las despedidas de adolescentes enamorados…

Alcoutim tenía otros muchos árboles, pero ninguno tan vistoso, admirado y visitado como él. Los otros árboles del vecindario le tenían un poco de envidia, porque a ellos nadie se acercaba; los tenían olvidados. Nadie los regaba o podaba, mientras que al gran árbol se le daba todos los caprichos que solicitaba.

Ante tal hermosura, los pájaros del lugar comenzaron a llenarlo de nidos donde tener sus crías. Todos querían hacer sus nidos en sus verdes y espesas ramas, olvidándose de la tranquilidad que les ofrecían los otros especímenes de la población. Incluso comenzaron a llegar aves de otros lugares para hacer en él sus nidos.

Aunque era un árbol grande y hermoso, pronto empezó a tener más nidos de los que cabían en sus ramas. Los pájaros comenzaron a pelear entre ellos por las mejores ramas, emitiendo un ruido ensordecedor; el adoquinado suelo, las paredes de las casas que lo rodeaban, los muros de la pequeña plaza junto al río y el banco raído por el tiempo comenzaron a llenarse de blanquecinos excrementos de las aves que lo habitaban. Todo su entorno se llenó de suciedad.

Ante tanta suciedad, los vecinos de Alcoutim, dejaron de visitar la vistosa plaza junto al río; dejaron de contar a su sombra viejas historias; dejó de sonar el antiguo transistor, que amenizaba el descanso; abandonaron su sombra porque, siempre que lo hacían, acababan con alguna caca de pájaro en la cabeza o en medio de una pelea de aves.

Dejaron de podarlo, de regarlo, de engalanarlo. Lo dejaron sólo junto al río, que bajaba lento y monótono hasta su desembocadura.

El gran árbol entristeció, sus ramas comenzaron a secarse y los pájaros, finalmente, emigraron. El gran árbol ya no era el de antes.

Con el paso del tiempo quedó completamente seco, casi sin vida, y unos operarios de la Cámara vinieron con una gran grúa y lo cortaron con una sierra que hacía un ruido estremecedor, lo cargaron en un pequeño camión y lo dejaron junto a la playa fluvial.

Los árboles de la playa, frondosos por la humedad del agua, eran ahora el centro de la localidad, ya que daban sombra a los bañistas que se acercaban a pasar el día. Estos tenían ahora todos los cuidados de los lugareños.

Los árboles de la playa, al ver a su compañero moribundo, intentaron animarlo para que se repusiera. Pero era misión imposible, el gran árbol agonizaba junto a la hermosa ribera, su vida se terminaba por momentos y nada podía evitarlo.

De todas formas, los exuberantes árboles de la ribera intentaban hablar con él para que pudiera recuperar su pasado. Desde lo alto de sus ramas, un viejo sauce, compañero de infancia, le decía:

– ¡Vamos, amigo, tú puedes! Yo llevaba muchos años aquí arrinconado en esta parte del pueblo, sin cuidados, sin que nadie me hiciera caso, y mírame ahora. Soy grande y fuerte, aunque nunca he llegado a esa forma tan bonita de tu juventud. Sabemos que te encuentras enfermo, en mal estado, pero si pudieras acercarte al agua y refrescarte podrías rejuvenecer.

El gran árbol, que nunca se había fijado en sus compañeros, comprobó que, efectivamente, habían crecido mucho, que eran árboles frondosos, con un verde de vida, que entre sus ramas había pequeños nidos donde vivían pajarillos de colores, que bajo sus sombras se asentaban los vecinos del lugar a contar historias y a escuchar música en los teléfonos móviles.

– Creía que no os caía bien o que teníais envidia de mí -les dijo el gran árbol a los demás.

– Eso era antes de ver lo que ocurre cuando eres el centro de todas las miradas -le dijo el árbol más viejo -. No te enfades, pero la verdad es que ahora no te tenemos envidia.

– Pero no nos gusta verte así, compañero -dijo una pequeña higuera, algo más joven-. Si todos somos grandes y hermosos volverá la gente, y nos cuidarán más, y los pajaritos se repartirán entre todos. Y todos seremos felices.

Viendo esto, el gran árbol decidió hacer caso a sus amigos, y ayudado por la brisa que se levanta por la tarde en este lugar, rodó junto a la playa y allí permaneció muchos días sin que nadie le echara cuenta.

Pasados unos días unos operarios vinieron y se llevaron los restos del viejo árbol lejos de allí, porque acumulaba suciedad y se estaba pudriendo con el agua que le daba en sus ramas. Al retirarlo, unos pequeños conos que contenían semillas cayeron de sus ramas y quedaron junto al agua. Una de ellas, en el frescor de la ribera, comenzó a germinar.

Los árboles de la playa movían sus ramas de alegría al verla, e intentaban darle sombra para que el tórrido calor del verano no lo quemara.

Tras el otoño y el invierno, aquella semilla comenzó a crecer alegre. Sus compañeros la cuidaban con esmero (de los vientos y aguaceros del otoño; de los fríos y las heladas del invierno) para que, al llegar la primavera, estuviera fuerte y grande.

Al llegar la primavera, comenzaron los operarios de la Cámara a limpiar la playa para los nuevos bañistas que llegarían pronto. Uno de ellos llegó con su azada quitando las malas hierbas hasta el tronco del nuevo árbol. Al verlo tan hermoso, optó por no arrancarlo, sino que, con todo el mimo del mundo, lo sacó del suelo y lo enterró en un hermoso macetón de barro.

Lo llevó a los almacenes municipales, y allí, todas las tardes, con esmero lo cuidaba, lo regaba, le podaba las frágiles ramas. Y aquel pequeño árbol creció y se hizo un buen plantón.

Una tarde de verano, el Presidente de la Cámara paseaba junto al río, y observó la tristeza que invadía aquel muelle después de la desaparición del gran árbol.

Habló con sus empleados, les comentó su melancolía y propuso la forma de volver a plantar un árbol en el mismo sitio. El operario comento:

– Yo tengo uno en los almacenes que puede valer para ese lugar. Es de la misma especie que había antes. Y con el tiempo crecerá.

Comenzaron los trabajos de adecentamiento de la pequeña plaza junto al río. Se repusieron los adoquines dañados, se pintaron las sucias paredes, se repuso el raído banco por uno nuevo. Cuando los trabajos terminaron, un pequeño camión se acercó al puerto. En su interior, un macetón de barro albergaba al nuevo árbol. Con mucho cuidado para proteger sus débiles raíces, sacaron al árbol del macetón y lo plantaron sobre el suelo de la plaza.

En poco tiempo aquel árbol comenzó a crecer, a recuperar la alegría, los abuelos del lugar comenzaron a sentarse a su alrededor, los niños comenzaron a jugar junto a él. Cada día estaba más alegre. La gente empezó a visitarlo para oír el canto de los pájaros, y volvieron a cuidarlo con mimo.

De pronto un día un jilguero se posó en una de las ramas del retoño del viejo árbol. El árbol fue muy amable con él y le ofreció la mejor de sus ramas para hacer su nido.

El antiguo muelle se llenó de vida de nuevo y todos los árboles del lugar mostraban la alegría por la recuperación del viejo árbol.

En la lejanía veía a sus amigos de la playa fluvial, y todas las tardes hablaba con ellos y les daba las gracias por haberle ayudado a vivir una nueva vida.

“Sin amigos la vida es muy triste”